sábado, 17 de septiembre de 2011

Por la puerta grande

Dicen las malas lenguas que mi nuevo mundo es territorio gay. Una verdad a medias, como tantas otras, pues, aún siendo evidente que por estos pagos la pluma es moneda corriente, también lo es que por aquí circula una nutrida delegación de heteros recalcitrantes de los de toda la vida, de esos de la vieja escuela del aquí te pillo, aquí te mato.
El jefe de servicio es uno de ellos. Se le ve a la legua, además. Tan pronto me echó la vista encima se acercó y vino a saludarme. Yo le ofrecí mis mofletillos para el beso de rigor, pero el tío me rodeó con sus brazos y me dio un buen repaso. Después quiso hacerse el interesante y se puso a alabar mi Louis Vuitton de pacotilla como si se tratase de la octava maravilla del universo. Yo aproveché para ponerme digna y le dejé caer que no creyese que había llegado a ese puesto gracias a mi buen gusto para elegir complementos. Seguro que estás aquí por razones más poderosas, Karina, dijo con sorna, al tiempo que se ajustaba la corbata y se retiraba a su asiento con andares de torero.
Al tercer día resucitó el felino que lleva dentro mi jefe. Estuvo merodeando por mi mesa durante toda la mañana, sorteando con oficio a todos los plastas que le llevan papeles para firmar, hasta que encontró un momento para hablarme a solas: Tendremos que concretar algunos aspectos de tus funciones en la oficina, pero por la mañana no hay tiempo. Y va y me propone que vayamos a comer juntos y que aprovechemos la tarde para trabajar con más calma en el despacho.
La comida fue agradabe. Le hablé de mi experiencia personal como gestora de equipos humanos y le fui detallando, con la humildad que me caracteriza, todos los logros que alcancé durante estos últimos años. Lo noté un poco ausente, así que decidí cortar gas y ponerlo en situación de hablar del tema favorito de cualquier hombre que se precie: de sí mismo.
Me contó su vida de arriba a abajo. Me habló de sus estudios, de sus másteres de no se qué, de su estancia en EEUU, de sus amistades en el partido, de la poca gracia que le hace la imparable ascensión del lobby gay, de los costes personales que ha tenido que pagar por haberse mantenido en su sitio...
La conversación giró poco a poco hacia lo personal. Yo lo miraba a los ojos y le dejaba hacer, y él me fue desgranando episodios cada vez más íntimos. No tardó en decirme que está separado, que ha tenido algunas relaciones poco satisfactorias últimamente y que ha decidido tomarse un tiempo para hacer un alto. De manual.
La sobremesa se demoró, tomamos una copa y volvimos a San Caetano un poco achispados. Saludamos al segurata y nos metimos en el despacho. El día se estaba nublando: lo comprobé mientras observaba como el jefe iba bajando las persianas.
Me senté al ordenador y esperé. Cogió un mazo de folios y se puso a examinarlos mientras caminaba distraídamente por la oficina. Bueno, no tan distraídamente, la verdad, porque al minuto ya lo tenía con las manos apoyadas en mis hombros y con su aliento en el cogote. Entra en la aplicación, me dijo, y me acarició el pelo. Me dio un poco de repelús, no tanto por el contacto en sí sino porque me había gastado mis buenos eurazos en  hacerme un cardado especial y el tío me lo estaba aplastando.
No separó las manos de mis hombros. No se alejó. Poco a poco fue hundiendo sus pulgares en mi carne y los movía despacito. No me desagradaba. Me besó el pelo y me pasó las manos por la cara como si fuese una niñita buena.
Así estuvimos un buen rato, hasta que volvió a bajar sus manos a la altura de mis hombros y me incorporó del asiento. Todo con mucho tacto, así como quien no quiere la cosa. Cuando estuve levantada me inclinó hacia delante y me acarició las nalgas un buen rato. Es el momento de tu primera clase, me dijo, y sus manos se lanzaron a explorar debajo de mi vestido. La situación tenía su aquel, pero en ese momento me acordé de mis muchos años de matrimonio feliz, de todo lo que juntos hemos compartido, de nuestros hijos, de nuestra promesa de fidelidad, de los valores con los que siempre he vivido. Valoré todo eso, tomé una decisión firme y se lo dije sin cortarme: No puedo aguantar más esta tortura. ¡Dámelo todo... ya!
No hizo falta ni una sola palabra más. El jefe se abalanzó sobre mí y se desahogó. Yo lo iba animando con palabras subidas de tono y él respondía con embestidas cada vez más fuertes. Cuando terminó, reparé en el cuadro de la pared y creí advertir en el rictus adusto del presidente un gesto socarrón de complicidad y aprobación. Y me sentí bien. Muy bien.